El violador del palomar.
El violador del palomar.
Era una tarde gris y plomiza, vamos una paliza de tarde. Decido ir al cine después de casi un año sin peregrinar al templo de la imagen en movimiento. Reservo mi entrada por teléfono, lo que me obliga a presentarme en las taquillas de embarque con media hora de antelación.
Opto por pasar el tiempo de que dispongo hasta ver al Náufrago en su salsa, observando la actividad de las dependientas del mostrador de venta de palomitas, líquidos con burbujas y otras caras delicias. Bien es cierto que observé la actividad de las dependientas y de paso a las mismas dependientas dado que todo quedaba en el mismo campo visual.
El vestíbulo del multicine estaba vacío, solo el cortador de entradas y yo a este lado del palomar y en el palomar, rodeadas de palomitas tibias y vaporosas, cuatro chicas de uniforme rojo afanadas en reponer existencias.
A fin de aparentar que no miraba lo que en realidad miraba, hice lo que solemos hacer cuando estamos en tal tesitura, disimular fingiendo mirar otra cosa. En mi caso el subterfugio fue la lectura de los carteles publicitarios que tenían las chicas estratégicamente colocados a sus espaldas.
Así me fui documentando de las cualidades taumatùrgicas de la Coca-cola, mano de santo contra las depresiones y otras alteraciones del espíritu; me puse al día en las cotizaciones del mercado de las golosinas y refrescos, llamándome la atención especialmente el alza brutal sufrida por las pipas desde los lejanos tiempos en que iba al cine de sesión continua. Seguí instruyéndome y asimilando toda la información que habían colgado en aquella pared para concienciarme del boyante estado de aquel emporio de las golosinas cuando topé con un hermoso cartel, enmarcado en palo oscuro, donde encima de una brillante fotografía de una botella de refresco + (pues así se dice hoy en día la palabra más) un moderno cucurucho con patatas fritas (¿donde han ido a parar los clásicos cucuruchos de hoja de periódico?) y una especie de bocadillo con algo indefinible en su interior, se podía leer la siguiente frase realzada con exuberancia: Di que no me tomarías.
Era evidente que la frase se refería a lo que grandilocuentemente llamaban Menú de cine pero dada la desproporción en tamaño del eslogan antiviolaciones y el resto de los textos, pues yo asocié la frase con las chicas de rojo.
Tras detenida meditación, estuve de acuerdo con el publicista en que tomar a alguna de aquellas chicas en semejante lugar era algo impensable, por lo que decidí decirles a las cuatro que no las tomaría.
 Señoritas, por favor, les dije con un cierto tono de urgencia atiendanme.
Las cuatro, un tanto intrigadas, se acercaron hacia mi posición, quedando mas menos frente a mi, y prácticamente bajo el cartel.
 Miren, siento decirles muy a mi pesar que no la voy a tomar.
Las cuatro me miran con ojos estupefactos que dejan traslucir un concepto sobre mi que iba lentamente asentándose en sus cerebros y que mas o menos venia a decir ¿qué está diciendo el gordo chalao este?
 Por mas buena que esté, lo siento pero no la tomo les digo mirando a la que parecía la Jefa de Grupo de Dispensadoras.
Tras esta última frase, se revuelve aquello como un gallinero al que acaba de entrar el zorro. Revolotean frases, se salpican miradas de incredulidad, me miran con ojos recelosos como si fuese un violador en potencia falto de potencia, en fin que flotaba en el ambiente un mosqueo generalizado.
 ¿Cómo dice, caballero?  me inquiere con prevención la que estaba seguro era Jefa de la Sección Expendedora
 Señoritas, yo soy un ciudadano cumplidor de mi deber  les digo mientras señalo con mi brazo estirado el cartel que hay a sus espaldas  por ello cuando he leído ese cartel conmimàndome a decirles que no tomaría esa merienda o lo que sea, pues yo solo les he dicho lo que me dice el cartel que diga. Por tanto insisto: no la tomaré.
Tras mi parrafada se produce una acelerada mutación en sus rostros, volviéndose a revolver el gallinero, pero ahora eran risas lo que revoloteaba advirtiéndose en sus miradas el terrible peso que les había quitado de encima.
El incidente termina después de oír a la rubia Jefa del Equipo de Transacciones Cara al Público:
 ¡Pero que pícaro es usted¡
Lo que hizo que me alejase del palomar y de sus palomitas con una sonrisa.
Nota jocosa: en la historia que acabo de narrar solo hay una falsedad visiblemente manifiesta. Dejo a la perspicacia del lector el dar con ella. El hallazgo no conlleva premio alguno, salvo la íntima satisfacción que le producirá haber vencido en la prueba. Si desea confirmación de su hazaña puede escribirme un correo electrónico a avicenteg@netscape.net
(Orel 9 de febrero de 2001)
Era una tarde gris y plomiza, vamos una paliza de tarde. Decido ir al cine después de casi un año sin peregrinar al templo de la imagen en movimiento. Reservo mi entrada por teléfono, lo que me obliga a presentarme en las taquillas de embarque con media hora de antelación.
Opto por pasar el tiempo de que dispongo hasta ver al Náufrago en su salsa, observando la actividad de las dependientas del mostrador de venta de palomitas, líquidos con burbujas y otras caras delicias. Bien es cierto que observé la actividad de las dependientas y de paso a las mismas dependientas dado que todo quedaba en el mismo campo visual.
El vestíbulo del multicine estaba vacío, solo el cortador de entradas y yo a este lado del palomar y en el palomar, rodeadas de palomitas tibias y vaporosas, cuatro chicas de uniforme rojo afanadas en reponer existencias.
A fin de aparentar que no miraba lo que en realidad miraba, hice lo que solemos hacer cuando estamos en tal tesitura, disimular fingiendo mirar otra cosa. En mi caso el subterfugio fue la lectura de los carteles publicitarios que tenían las chicas estratégicamente colocados a sus espaldas.
Así me fui documentando de las cualidades taumatùrgicas de la Coca-cola, mano de santo contra las depresiones y otras alteraciones del espíritu; me puse al día en las cotizaciones del mercado de las golosinas y refrescos, llamándome la atención especialmente el alza brutal sufrida por las pipas desde los lejanos tiempos en que iba al cine de sesión continua. Seguí instruyéndome y asimilando toda la información que habían colgado en aquella pared para concienciarme del boyante estado de aquel emporio de las golosinas cuando topé con un hermoso cartel, enmarcado en palo oscuro, donde encima de una brillante fotografía de una botella de refresco + (pues así se dice hoy en día la palabra más) un moderno cucurucho con patatas fritas (¿donde han ido a parar los clásicos cucuruchos de hoja de periódico?) y una especie de bocadillo con algo indefinible en su interior, se podía leer la siguiente frase realzada con exuberancia: Di que no me tomarías.
Era evidente que la frase se refería a lo que grandilocuentemente llamaban Menú de cine pero dada la desproporción en tamaño del eslogan antiviolaciones y el resto de los textos, pues yo asocié la frase con las chicas de rojo.
Tras detenida meditación, estuve de acuerdo con el publicista en que tomar a alguna de aquellas chicas en semejante lugar era algo impensable, por lo que decidí decirles a las cuatro que no las tomaría.
 Señoritas, por favor, les dije con un cierto tono de urgencia atiendanme.
Las cuatro, un tanto intrigadas, se acercaron hacia mi posición, quedando mas menos frente a mi, y prácticamente bajo el cartel.
 Miren, siento decirles muy a mi pesar que no la voy a tomar.
Las cuatro me miran con ojos estupefactos que dejan traslucir un concepto sobre mi que iba lentamente asentándose en sus cerebros y que mas o menos venia a decir ¿qué está diciendo el gordo chalao este?
 Por mas buena que esté, lo siento pero no la tomo les digo mirando a la que parecía la Jefa de Grupo de Dispensadoras.
Tras esta última frase, se revuelve aquello como un gallinero al que acaba de entrar el zorro. Revolotean frases, se salpican miradas de incredulidad, me miran con ojos recelosos como si fuese un violador en potencia falto de potencia, en fin que flotaba en el ambiente un mosqueo generalizado.
 ¿Cómo dice, caballero?  me inquiere con prevención la que estaba seguro era Jefa de la Sección Expendedora
 Señoritas, yo soy un ciudadano cumplidor de mi deber  les digo mientras señalo con mi brazo estirado el cartel que hay a sus espaldas  por ello cuando he leído ese cartel conmimàndome a decirles que no tomaría esa merienda o lo que sea, pues yo solo les he dicho lo que me dice el cartel que diga. Por tanto insisto: no la tomaré.
Tras mi parrafada se produce una acelerada mutación en sus rostros, volviéndose a revolver el gallinero, pero ahora eran risas lo que revoloteaba advirtiéndose en sus miradas el terrible peso que les había quitado de encima.
El incidente termina después de oír a la rubia Jefa del Equipo de Transacciones Cara al Público:
 ¡Pero que pícaro es usted¡
Lo que hizo que me alejase del palomar y de sus palomitas con una sonrisa.
Nota jocosa: en la historia que acabo de narrar solo hay una falsedad visiblemente manifiesta. Dejo a la perspicacia del lector el dar con ella. El hallazgo no conlleva premio alguno, salvo la íntima satisfacción que le producirá haber vencido en la prueba. Si desea confirmación de su hazaña puede escribirme un correo electrónico a avicenteg@netscape.net
(Orel 9 de febrero de 2001)
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