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Sahumerios y arrebatos

En plan borde

En plan borde.

Eran las diez de una mañana lo bastante irrelevante como para andar pensando en abrir el grifo de las chorradas.

Tenía necesidad de realizar una operación bancaria consistente en comprobar si quedaba algo disponible en mi cuenta corriente (que mas parece una cuenta estancada) tras el acoso a que se ve sometida por vampiros del mas diverso pelaje que gustan de libar en sus escasos y magros contenidos.

También, y si la suerte la tenía de cara, deseaba hacer una transfusión de la tal cuenta a mis vacíos bolsillos.

No disponiendo de tarjeta para realizar tales averiguaciones y faenas en el cajero automático, me vi precisado a guardar cola ante las ventanillas de caja de la sucursal en que tengo depositadas mis escaseces. Delante de mi, aguardaban turno cinco personas, cuyos gestos de impaciencia me hicieron iniciar un cambio de enfoque visual a fin de evitarme el contagio de sus inquietudes.

Lo primero que observé fue uno de los mayores misterios que desde hace años me vienen intrigando, y es el extraño y universal fenómeno que ocurre en el mundo bancario consistente en que siempre hay mas ventanillas de caja que cajeros. Jamas he comprendido tal dispendio y ese día me vi meditando en el lacerante asunto del despilfarro. Tantas ventanillas de caja sin uso en este país y con las carencias que de ellas existe en el tercer mundo.

En mi caso el despilfarro tenía perdón, ya que de tres ventanillas de caja, solo una estaba ocupada por una hermosa y escultural cajera, prodigio este que no se prodiga mucho en tales entidades. La espera, con tal perspectiva, ciertamente que no era muy gravosa para mi espíritu, pues el tiempo pasaba agradablemente mientras observaba las manipulaciones que realizaba la cajera con las teclas, el efectivo y cualquier cosa que tocaba.

Me veo obligado a dar fe de que mi cajera de turno aquel día se había vestido de forma tal que hacia de aquella cola algo refrescante. En un momento dado, justo cuando debí apartar mi vista de tan diligente operaria, me fije en un cartel publicitario que había en la pared que tenia a su espalda. En el se podía leer “Póngase en el plan que quiera”, haciendo referencia en la letra pequeña, casi ilegible desde mi posición, a ciertos planes de pensiones.

Cuando finalmente pude acceder a sus servicios, y tras su amable saludo, iniciamos este interesante dialogo:

 Señorita, disculpe, ¿prefiere que me ponga en plan mimoso o en plan borde? le dije esbozando lo que creí era mi mejor sonrisa.

 ¿Cómo dice? oí que me decía con un tono de cajera afrentada.

 Verá usted, siguiendo las instrucciones de su empresa, y dado que soy muy educado, he preferido que fuese usted la que me indicase en que plan prefería que me pusiese.  su rostro en ese momento expresaba tal cúmulo de sentimientos, que aun hoy, veinte días después, ando intentando descifrarlos.

 Señor, no se lo que pretende, pero no está la mañana para necedades.  me respondió con la altivez de quien defiende su reducto.

 Disculpe si la he molestado, señorita, pero solo intento ser un buen cliente de su entidad y para ello sigo las instrucciones que me da en ese cartel que hay detrás de usted. .  se volvió y tras leer el capcioso cartelito, resonó en la sucursal la mayor carcajada que en el se había oído desde la que soltó un albañil, durante su construcción, tras oír el chiste del colega mudo.

 ¡Vaya! Me había preocupado usted.  me dijo mientras su luminosa sonrisa me envolvía.

Mucho debió de agradarle la conversación, porque a pesar del estar catalogado como cliente no preferencial y muy escaso, me regaló tres encendedores al terminar mi transacción.

(Orel, 11 de marzo de 2001)

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