Collage heteróclito
En una página de Internet, se inició un conocido entretenimiento en el que alguien escribe una palabra y otro escribe la palabra que aquella le sugiere y así sucesivamente. Recopilé las palabras que habían escrito y en el mismo orden en que habían sido escritas, estas eran:
Animal, hombre, caníbal, salvaje, amor, platónico, universal, grandísimo, cielo, azul, color, esperanza, paciencia, aburrimiento, pintor, bolero, música, baile, cubano, café con leche, tarta, bombón, chocolate, belga, riquísimo, sabroso, salsa, merengue, Madrid, Cibeles, fuente, monumento, ensimada, mujer, madre, padre, espíritu, alegría, vocación, dedicación, definición, encasillamiento, encausado, prisionero, cárcel, pijama, rayas, Coca-cola, ron, juerga, fiesta, Mussa, disfraces, ilusión, vida, vivir, felicidad, amor, pareja, sexo, viaje, placer, regocijo, emoción, suspense, terror, sangre, rojo, pasión, cintura, abrazo, achuchón, sexo, lujuria, pecado, redención, perdón, penitencia, arrepentimiento, matrimonio, fallido, divorcio, libertad, autocompasión, oscuridad, tranquilidad, pachorra, aburrimiento, acaricia, sensualidad, sensibilidad, ternura, protección, cariño, amargura, matrimonio, jajajaja, boquerón y anchoa, aperitivo, prolegómenos, largos, cortos, celtas, griegos, Troya, ejército, guerra, kaos, pena, penita, peeenaaa, de mi corazón, melón, sandía, jamón, de pata negra, bellota, jabalí, colmillos, vampiro, sádico, masoca, látigo.
Aprovechando todas esas palabras, absolutamente todas, y en el mismo orden, intenté escribir lo que considere que querían decir. Esto es lo que yo creo que intentaban decir aunque igual estaban diciendo otra cosa.
Aquel animal no era un hombre, era un caníbal salvaje que nunca conoció el amor, ni tan siquiera el platónico, y eso fue lo que mutó su rabia en universal, se había convertido en un grandísimo esperpento.
El cielo azul tenía el color de la esperanza que a veces le animaba a tener paciencia, convirtiendo su aburrimiento en los conatos de un pintor para reconvertir sus despojos en un desmadejado bolero, en una especie de música de baile que hasta a un cubano café con leche le sabría a tarta agusanada en lugar de ser como un bombón de chocolate belga, riquísimo y sabroso que era lo que estúpidamente intentaba.
La salsa y el merengue resonaban en sus neuronas aquel día mientras andaba por Madrid, junto a la Cibeles. Aquella fuente le parecía un monumento a la ensimada, así calificaba él a toda mujer que había sido madre y nunca explicó a nadie el porqué de aquel término.
Su padre había intentado imbuir en su espíritu la semilla de la alegría pero él había optado por seguir otra vocación con perentoria dedicación. Con el paso de los años alguien intentó dar una definición a esa vocación y vino a decir que no dejaba de ser el auto encasillamiento de alguien que se creía encausado por la vida, por la que deambulaba como un prisionero que sale de su cárcel de espejismos quiméricos cada noche para pasear por malolientes albañales con su pijama a rayas.
Solo tras la quinta Coca-cola con ron comenzaba lo que él consideraba juerga. Cuando llegaba a la fiesta, que para él estaba en un trasnochado bar de copas de las afueras llamado Mussa, echaba mano de su amplia panoplia de disfraces y hasta se convencía de que tenía ilusión por la vida, de que hasta era capaz de sentir que podría vivir la felicidad, el amor, la vida en pareja, el sexo sin pago previo y que podría encontrar una mujer con la que hacer un viaje de placer.
El extraño regocijo bañado en pura emoción se transformaba, tras un largo suspense de desvaríos, en un espeluznante sentimiento de terror bañado en sangre y carente del color rojo. Siempre comenzaba así su semana de pasión, suplicio y delirio.
Y a pesar de tales quiméricas alucinaciones, se escapaba alguna vez soñando en una cintura de mujer bajo su abrazo, en un impúdico achuchón antesala de incontables horas de sexo en el que la lujuria siempre era pecado sin redención, sin perdón, sin penitencia y nunca con arrepentimiento.
El fantasma de su matrimonio fallido y los estragos del divorcio convirtieron lo que él creyó que sería libertad tan solo en autocompasión alcoholizada, en pavorosa oscuridad que terminó tragándose su tranquilidad y trasmutó su celebrada pachorra en un aburrimiento cósmico que le abocaba a la autodestrucción.
Aun hoy, tras cuatro intentos fallidos de suicidio que más bien fueron pasos de comedia con visos de astracanada, acaricia en sus breves lapsos de lucidez el deseo de sentir de nuevo la sensualidad femenina, su orgásmica sensibilidad, su ternura, incluso su protección y el cariño que trocó en amargura el matrimonio que él mismo convirtió en un infierno.
Un atrabiliario ¡Jajajaja! resuena en la noche abyecta tras vomitar el bocata de boquerón y anchoa que tomó como aperitivo y que resultó ser su cena. Esas risas horrísonas tan solo son los prolegómenos, siempre alucinantemente largos, que le llevan a pasos cortos a los aquelarres celtas en los que, como hicieron los griegos en Troya, meten subrepticiamente en su mente un ejército de engendros y horribles espantajos que le harán la guerra sin cuartel, convirtiendo sus desesperaciones en un kaos más de pena que de penita.
La palabra “peeenaa” restalla en sus abominaciones y él se pone a entonar una canción de la que no recuerda la letra pero que canta estentóreamente “de mi corazón melón sandía jamón de pata negra bellota”. A la par, y bañado en ese desafuero sonoro, un gigantesco y fantasmal jabalí clava los colmillos en su cuelo y le desgarra la yugular como un vampiro sádico, es lo que siente mientras hace de masoca por 100 euros para un tipo con látigo.
(Orel, 16 de marzo de 2011)
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